Halloween

Tenía yo diecinueve años y cierta predisposición al romanticismo gótico de diván y pañuelo de encaje en la frente cuando convencí a un novio de aquella época para subir al cementerio de Torrero la Noche de Difuntos y leer en alto El Monte de las Ánimas. Necesité insistir muchísimo, no sé por qué, mi petición era de una lógica aplastante. 
 
Y allí que fuimos en su moto de gran cilindrada, él con un pack de cervezas Ámbar, yo con mi libro de Bécquer. Supo que era requisito indispensable comenzar la lectura a medianoche en la parte vieja del cementerio demasiado tarde para volver atrás. A las doce en punto empecé a leer en tono solemne, masticando cada palabra, consciente del momento único, bajo la luz mortecina de una de las escasas farolas ancladas a los nichos más antiguos. El muchacho no tardó en ponerse nervioso entre cerveza y cerveza, amenazando con dejarme allí plantada y cagándose en mi puta calavera por dejarse enredar. Un idiota insensible y superficial es lo que era. Logré calmarle con falsas promesas y retomé la lectura. Pero como si algo puede suceder, antes o después, sucede, se materializaron delante dos almas en pena más grandes que un armario, o eso creímos al borde del infarto, esta vez ambos, antes de reconocer a los policías de la UVE -unidad de vigilancia especial- que habían llegado hasta nosotros en un coche patrulla sin luces y nos pedían explicaciones en manifiesta actitud hostil. La situación era desfavorable a mi romanticismo, mas soy un perro de presa en cuanto a objetivos se refiere, así que les conté con voz quebrada y mi mejor caída de ojos que mis antepasados yacían allí enterrados y cada año, tal noche como esa, venía a leerles poesía. Creo que no se lo esperaban. 
 
Los policías se marcharon a condición de que hiciésemos lo propio una vez terminase. Leí de principio a fin El Monte de las Ánimas la Noche de Difuntos en el cementerio. El cabreo del novio, que además llevaba un pollo en el bolsillo, fue monumental y le duró bastantes días. Se le pasó, igual que pasaron otros novios, otros cabreos, otras lecturas, otros policías. Pero el hilo azul acero que me une a Alonso desde entonces me acompañará hasta los restos, o más, quién sabe. 
 

Me representa, oh, sí.


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Síes

Siempre les hago una portadita en PowerPoint y al tentón, no doy para más, pero con cariño. Es una cosa entre ellos y yo, me gusta cuidarlos. Están vivos en un universo paralelo de fraggies, yo soy el viejillo del mundo conocido a las puertas de Fraguel Rock. 

Le he preguntado si podía rellenar con un adorno una esquina descompensada en la entrada a su sistema dinámico complejo, me ha contestado que soy una humana ridícula como toda mi especie y que no interfiera con mis movidas, que ya lo hundí en la miseria la vez que intervine en aquel conflicto que se le vino encima y, lagarto, lagarto, una y no más, Santo Tomás. 
 
Lo he tomado por un 'sí'. 
 



A Pedro Rebollo, Pedrito (1962-2021)

  

Pasan los días y sigo reventada de tristeza. Nunca imaginé que tu muerte pudiese afectarme de esta manera, pero es que tampoco pensé otro destino para ti que enterrarnos a todos y alcanzar malhumorado los cien años, surcada la expresión de impaciencia y muescas de vida, con ese niño curioso y risueño intacto, asomado a tus aguas azules en busca de nuevos tesoros cada día, hallándolos. Ojos de los que no se sale. Siento el dolor universal de quien asiste al eclipse del último ejemplar de tigre tibetano celeste moteado en plata de la tierra. Queda Violeta, afortunadamente. Esos ojos.

Y luego está el otro, el dolor de la memoria. He leído por ahí que el mejor recuerdo de ti es tu trabajo. No es cierto. El mejor recuerdo de ti eres tú abandonado en el suelo, la mente volada hacia otra mente que no era pero sería, y acabaría saltándose todos los filtros de caspa y raciocinio para morder el tuétano de cada espectador, sin ninguna intención de trascender. A menudo odiabas ser tú y eso te hacía el mejor. Si estabas querías marcharte y cuando te ibas, volver. Tu vida cabía en una maleta porque los trozos de ti andaban repartidos, y aquí siguen. Yo guardo un baúl de momentos y risas, intimidad, guitarra y Dylan, ajedrez, nubes de hachís, taichí, puto olor a comino y picnics de cuarto de estar, que ahora son gatos maullando pena.

Me despido. Si hubo algo malo, hace mil años que lo olvidé. Te sueño cruzando el desierto hacia el este como cuando imitabas la cabecera de Kung Fu, alejándote de la mediocridad de este mundo para volver en el cierzo y barrerla. Se retorcerá el viento una ceja. Danos caña. Y aunque no tengo prisa, hasta pronto. Tq.