No tengo reloj de pulsera. Llevar el tiempo anudado en la muñeca siempre me ha parecido el equivalente al collar de un perro. Te lo puedes quitar en casa, te lo puedes quitar en el campo, pero mucho cuidado con pasearte sin él por la cotidianidad conciudadana, si no quieres asomarte al abismo de la exclusión social. Yo evito la cama de cartones y el vino en tetrabrik echando de vez en cuando un ojo a la hora del móvil. Las desheredadas también tenemos nuestras contradicciones. Bien, pues como si no fuera ya bastante complicado sincronizar mis momentos con el resto de la humanidad, esta, sin un mínimo de consideración hacia mi esfuerzo, ni tan siquiera preguntar, va y me cambia de sitio los días mundiales de las cosas. Resulta que hoy, veintitres de julio del año coronavirus, es el Día del Libro. Flipa.
Afortunadamente, los disgustos se me pasan pronto; como no sé con exactitud cuando acabará el día, prefiero aprovecharlo para no quedarme a medias e ir al grano: querida carmelita Lucía, imagino que a estas alturas de la vida ya estarás retozando con tu amado por las nubes y recuperando el tiempo perdido, así que te importará un pimiento lo que vaya a decirte. Aun con todo, me gustaría darte las gracias por haberme enseñado a reconocer las letras y después las palabras. Sé que no fue sencillo, sigo despistándome con la misma facilidad, o más. Y ahora, tápate las cuencas donde antaño tuviste ojos. Se aprende a leer cuando un torbellino de significados te arrastra desnuda hasta el fondo, olvidando el vestido y las maneras en la superficie de las formas, y encontrar esas aguas es una parte muy importante del proceso. Te hubiese escuchado con más atención si me hubieras revelado el misterio de los signos. Mi sincero y sentido homenaje hoy a la publicación que me enseñó a bucear, El Caso.
Una monja y El Caso, qué cosas.
De aquellos barros...
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