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Pasé los siete (siete, siempre siete) primeros días de mi vida llorando sin parar. Día y noche, como un gato afónico sietemesino (siete, siempre siete). El octavo, acerté a meterme el pulgar derecho en la boca y me dormí. Así todas las noches hasta los trece años. Después dejó de gustarme la sensación física pero no la psicológica. Cuando pienso en ella, salivo y me calmo. Es la sensación más placentera que conozco, por encima del sexo, de la comida, de la poesía. Un torrente de endorfinas.
Hace ya tiempo, antes de las crisis, las estafas y de las protestas, dije que me marcharía si la derecha volvía a este país. Porque paso de hipocresías y correcciones del tipo todos amamos la libertad y la democracia. La derecha, ésta derecha, no es más mala porque no le dejan. Huella profunda de aquella España. Y aunque era más que previsible, saberme de pronto rodeada de gente que no es más mala porque no le dejan, hace que me sienta como en una guarida de hienas. Paranoias. Me iré o no me iré, a saber, soy voluble. Seguro que no antes de las generales. También es seguro que estoy salivando y esta noche necesito mi dedo. Éso y la nariz en tu sobaco. Qué desconsuelo.
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1 comentario:
Muy bueno, hay huella claro que la hay, bss
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